Primer partido: una rodilla quemada y moratones por todo el cuerpo. Pero lo que sentía estando ahí fuera, en el campo, no lo había sentido nunca. Los nervios de antes del partido, que había sentido tantas veces jugando al baloncesto, desaparecieron al primer placaje. Estaba dentro del juego, viviéndolo.
Antes de empezar el partido sentía que no iba a ser capaz de jugar, que me iba a acojonar por la presión, los nervios, la angustia... Pero no. Empezó y sólo quería darlo todo. Evidentemente di bastante pena (un total de cero placajes bien hechos), pero el poder lanzarme sobre una tía y arrastrarla por el suelo, el estar mano a mano con mis compañeras atenta a las ayudas, en un ambiente tan diferente a nada que había hecho antes... Me llenó el alma. Viendo como todas y cada una de las rosas tiraban y tiraban del equipo, hostia tras hostia, pase tras pase, se me hinchaba el pecho.
Y cuando intercepté ese pase y eché a correr, algo que imaginaba no iba a hacer en la vida, estaba estallada; siento que no he corrido tan rápido en mi vida, orgullosa, sorprendida y aterrada. Cuando caí al suelo a cinco metros de la línea de ensayo: decepción y pena, y falta de aire por haber caído sobre el balón. Creía que me moría, aunque no sé si porque no podía respirar o por haberme quedado tan cerca de conseguirlo.
Sentir tantas cosas en mi primer partido me hace preguntarme cómo me sentiré a final de año. Quizás haya encontrado mi pasión.
De momento pinta bien...